miércoles, 8 de agosto de 2012

Del amor y otros gases (I)


Antes creía que sabía más o menos bien lo que era el amor, como todo adolescente sabiondito, pero la vida, tan bella, me mandó a LUZ, a Humanidades, a Letras, y acabó con esa concepción bucólica que tenía sobre el amor, sobre la vida. Debo decir que la escuela de Letras te absorbe el alma de muchas maneras, te chupa la vida, te acuchilla el espíritu. Al menos en LUZ y en los años que estuve allí, no sé en las demás, no sé si cambió, no sé si cambiará. Lo que sí sé es que en esos años de oscuridad –ya entiendo por qué el lema de la universidad es Post nubila phoebus (Después de las nubes, el sol), o algo así te quieren hacer creer- hubo varios luceros que iluminaron mi camino, entre ellos un profesor que probablemente ni lea esto, pero que es el único de la plana académica que podría considerar un gran amigo, quizás por joven, porque entró en medio de la pudrición ya consumada, no como los demás que estaban divididos entre pro-pudrición y anti-pudrición, por así decirlo. Los anti-pudrición lamentablemente ya estaban cansados de tanto luchar, pero espero que sepan que su lucha no fue en vano, al menos no para mí y lo que rescato de mi formación. De esto no quería hablarles en principio, pero el amor por la literatura y el idioma siempre fue uno de los más fuertes, hermosos y constantes que sentí en mi vida –además de la música-, hasta que pasé por letras. Digamos que tanta lucha y tanta decepción académica hicieron los lazos más fuertes, pero disminuyeron un poco la pasión, quizás por el cansancio. Imagino que más o menos así se debe sentir un matrimonio, pero no quiero ni pensar en estar casada con la literatura.

Sin embargo, como en todo matrimonio, he tenido mis canitas al aire –jamás he entendido esa expresión- con la música, sobre todo con la música, y con otras formas de “literatura menor”, por así decirlo. Autoayuda JAMÁS, antes de que me vengan con algo, la autoayuda no es literatura y de eso podría hacer un post más adelante para los dolientes.

Uno de los grandes problemas con la escuela de Letras donde me formé es que, al menos en literatura, se quedó en el pasado; casi tanto como el curriculum actual de la educación media, donde en quinto año de bachillerato siguen estudiando a García Márquez, Quiroga, Cortázar y demás clásicos más que consumados como literatura contemporánea, pero hacer de cuenta que estás viajando en el tiempo no es tan difícil como explicarle a un adolescente -que no le importa un carajo lo que estás diciendo- por qué una vaina que salió en el 60 y pico es llamada contemporánea. En fin, la cuestión es que en la universidad se mantiene este culto por lo viejo, lo acartonado, lo que si le caen dos gotas de agua le sale el montón de chiripas por debajo, y no es que me las esté dando de futurista y quiera quemar a los clásicos, sino que COÑO, el agua siguió pasando debajo del puente y la escuela parece más bien una reserva de castores que han construido la presa más ridícula que seguramente verán mis ojos. Lo peor es que el agua sigue pasando, y actualmente pasa con más y más fuerza, y cuando la presa se rompa, será un desastre descomunal –casi como la cascada artificial tan zen que se forma en la escalera de entrada con el agua desbordada de los sanitarios.

Lo que quiero decir con todo esto, es que no entiendo cómo allá se puede ignorar la obra de un tipo como Juan Villoro, y esto es solo por dar un ejemplo. Yo estoy enamorada de Juan Villoro, me parece un cuentista excelente, igual que Julio Ramón Ribeyro y otros cuentistas contemporáneos. Lo peor es que los tipos son unos viejos ya, todos pasan de los 50 y pum, y en la escuela de Letras hay profesores de literatura que casi los han satanizado por ser muy nuevos. ¡Por favor! No sé si el odio es porque son autores que ama un profesor que siempre ha estado opuesto al régimen instaurado en la escuela, o porque sencillamente son escritores de un estilo un poco sencillo pero infinitamente genial. He llegado a creer que el amor por lo rimbombante, lo grande y sonoro, lo cubierto de yeso y pintado de dorado, lo kitsch, tan característico de la cultura zuliana, de ese sentir zuliano que aún no sé en qué parte de las mandocas, el lago, la china o el puente se encuentra, se metió en la academia y llenó tanto de aceite los ojos de los “laureados” que no les permite ver más allá, y mucho menos aceptar algo un poco más light,  más actual, más acorde con la realidad.

Aunque quizás estoy haciendo mucho alboroto por esto y, como dice un amigo, los académicos del arte en general deberían dejarse de pendejadas y terminar de documentar la existencia de la escuela artística zuliana en el arte universal, una escuela poseedora de una estética que se pasea entre lo barroco, lo kitsch y el yeso pintado de dorado, muy bien definida en los templos católicos de la ciudad, una escuela que hasta cuenta con sus períodos y su participación en la literatura, como casi toda escuela artística.

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